Artículo publicado por VICE Colombia.
Por momentos pareciera que la vida te asignara canciones completamente aleatorias que, tiempo después, terminan jugando un papel importantísimo en ciertas situaciones del día a día.
En mi caso, por aproximadamente dos meses, la música del recordado programa televisivo ¿Quién quiere ser millonario? logró engranarse en los rincones más recónditos de mi glándula pineal, convirtiéndose así en la banda sonora del viacrucis financiero que por tanto tiempo había decidido no afrontar.
Lo que quiero decir con todo esto es que solicité a un banco mi primera tarjeta de crédito. Y ahora odio mi vida.
A lo largo de estos veintitantos años de vida, siempre he preferido ser pragmático: si puedo pagar el Uber en efectivo, pagar un vuelo nacional con la tarjeta de débito o pedirle el favor al tío barrigón que vive en Estados Unidos que me compre el último álbum de Kendrick Lamar, pues ¿qué necesidad tendría de esclavizarme ante una pinche tarjeta de crédito?
Yo pensaba que era totalmente posible vivir una vida plena sin tener en el bolsillo un pedazo de plástico marcado con los nombres de VISA o Mastercard. Pero, por más argumentos que fortalecieran esta incredulidad crediticia, hubo un suceso laboral que me hizo reconsiderar dramáticamente esta forma de pensar.
A comienzos de este año tuve la inmensa fortuna de ser invitado a cubrir como periodista dos grandes festivales de música electrónica en Europa. Ambos eran en el mes de agosto, por lo que tocaba sacrificar el chicharrón y los aguardientes de la Feria de las Flores de Medellín por viajar al primer mundo a escuchar a varios DJ y artistas por los que había aguardado toda una vida.
Al comentarle la buena nueva a los amigos más cercanos, lo primero que me preguntaban era que si ya había sacado una tarjeta de crédito.
¿Y para qué?
Para nadie es un secreto que las tarjetas de débito tienen sus limitaciones, principalmente si las vas a usar en el exterior. Aunque la posibilidad de que te encuentres en las grandes metrópolis del mundo con un cajero que te permita retirar dinero en efectivo con tu tarjeta de débito es bastante amplia, existen ciertas situaciones en las que, dado el caso de no llevar contigo una de crédito, puedes quedar literalmente en el mismísimo infierno. Algunos ejemplos sencillos y esenciales: muchos tiquetes de avión, tren o bus; varios hostales y hoteles; si estás en una ciudad como Ámsterdam, vuelto mierda después de una noche de juerga intensa y quieres pedirte un Uber. Además, el simple hecho de portar una te brinda la posibilidad de poseer un seguro de viaje, el cual puedes activar y desactivar cada vez que salgas de tu país de residencia.
Al escuchar este tortuoso listado de posibles incidentes que me podrían ocurrir en el Viejo Continente, no me quedó otra opción más que aceptar la llegada de ese demoniaco y letal pedazo de plástico a mi vida.
Fue así como empezó este escabroso viacrucis.
Va por partes.
Primera estación: condenado a muerte
Según un reciente informe sobre tendencias de crédito publicado por Transunión Colombia, las deudas de los colombianos debido a las “benditas” tarjetas de crédito son en promedio de $4,8 millones de pesos por persona. Por su parte, la última Encuesta Nacional de Egresados de México revela que un 52% de los jóvenes pertenecientes a la generación millennial cuenta con una tarjeta de crédito, enfrentando así un problema de sobreendeudamiento a temprana edad. Dos de cada diez millennials mexicanos adquirieron deudas que superan el 30% de su sueldo, sumando un crédito al consumo de $98.000 pesos por persona.
Segunda estación: la esperanza del crédito a cuestas
Ya con la suerte echada, me dirigí a la sucursal más cercana del Banco A —no diré nombres, todos son iguales—, el que me ha acompañado en esta pseudo adultez. Fui en el horario de almuerzo de la oficina a la sucursal ubicada en las afueras de una de las universidades más famosas de Bogotá, puesto que —según los consejos de mis colegas tarjetahabientes— en esos puntos las filas son inexistentes a comparación de las eternas e inmóviles hileras que se forman en las demás entidades.
Y dije: “Buenas tardes, señorita, para sacar mi primera tarjeta de crédito, ¿puede ser?”. Lo dije con toda la serenidad del caso, olvidando por completo que estaba a punto de perder la virginidad financiera que con tanta fe y sacrificio conservé durante todos estos años de amores líquidos. “Claro que sí, señor, con mucho gusto”, me respondió sonriente, tal vez satisfecha de entregarle otra pobre alma en pena a esa criatura maligna con 16 números en la frente. “Solo es que me traiga este formulario completado, un certificado laboral y una fotocopia de la cédula. Con esos documentos ya analizamos su caso y en cinco días hábiles lo estaremos llamando para confirmarle la aprobación de la tarjeta”.
No siendo más, acepté dichos requerimientos y un par de días después estaba regresando a entregar todo debidamente diligenciado en un sobre de manila. El formulario en cuestión es básicamente una hoja alargada donde te piden información personal, de la familia y de dos referentes personales. Algo así como una planilla para entrar a gimnasio, pero no con el objetivo de quemar calorías, sino de quemar tu billetera y vida entera.
Tercera estación: el crédito cae por primera vez
“Cinco días hábiles y lo llamamos”. Pasaron tres, cuatro, cinco, seis y siete días, y la simpática señorita del banco nunca me llamó. A pesar del frío infernal que hacía en la ciudad por aquellos días, decidí madrugar y a las ocho de la mañana era el primero en la fila del banco. Al rato me atiende otro señor, y tras buscar un par de minutos entre la inmensa cantidad de peticiones crediticias, me dice que el crédito no me ha sido otorgado.
¿Qué? ¿Pero acaso el eslogan de su banco no es que “todo puede ser mejor”? La razón por la cual me negaron mi primera tarjeta de crédito fue bastante particular: “Señor, el problema es que a usted lo vincularon a nómina hace poco, por lo que a nosotros nos figura que a usted solo llevan pagándole salud un mes, y, lo mínimo, tiene que ser dos meses”.
Pero, ¿qué putas tiene que ver el sistema de salud inhumano de este país con el simple hecho de solicitar una tarjeta de crédito? Definitivamente, Dios los hace y el diablo…
Cuarta estación: en busca de la Vírgen y del crédito en Medellín
Justo después del primer tropiezo, tuve la fortuna de pasar unos días en Medellín con mi familia. Estando allí, en la tierra más pujante y servicial de Colombia, pensé en intentarlo una vez más con el mismo banco A. Luego de comer con unos amigos, y tras comentarles el triste desenlace de mi primer aventón, uno de ellos, con la malicia característica de mi tierra, me dijo: “Parcero, lo que tenés que hacer es decir que sos independiente. Que freelanceás aquí y allá. Eso hice yo y me la dieron sin problema”.
Con la fe completamente renovada, decidí emprender ahora esta lucha independentista y dirigirme de nuevo a la sede más cercana del banco tricolor. Allí me recibió Dorita, una señora de estatura baja que siempre ha asesorado a la familia. Nuevamente, diligencié todos los papeles con la serenidad del caso, esta vez desde la figura de independiente. Dorita me los recibió y me dijo que a finales de la otra semana me estaría llamando para que pasara por la tarjeta.
Como diría cualquier futbolista colombiano: primero que todo, la honra sea para Dios. El objetivo está cerca, pero vamos paso a paso.
Quinta estación: el crédito cae. Por segunda vez
Recuerdo que me estaba tomando un café con mis papás. Risas iban, risas venían. El sol de Medellín, más resplandeciente que nunca. De pronto, me sonó el celular. “Cristian, ¿cómo estás? Te habla Dora, del Banco A”.
“Bien, hijueputa. ¡Coronamos!”, pensé, como buen novato. Ella retomó después de que la saludara: “Lo molesto para informarle que el crédito nos fue negado”.
Pero, ¿qué es esta pesadilla? ¿Qué crimen he cometido para merecer este tipo de segregación bancaria?
“Don Cristian, lo que pasa es que su anterior empresa todavía no lo ha desvinculado por completo. Una vez realicen este proceso, esperamos dos meses y ahí sí le podemos otorgar la tarjeta de crédito”.
Ay, Dorita, tú me partiste el corazón…
Sexta estación: se limpia el rostro, y cambia de banco
El viaje se acercaba y no podía perder más tiempo. Tras analizar mi triste caso con un colega de la oficina, me recomendó ir al Banco B, que justo queda al frente de las instalaciones de VICE y ofrece, según él, la cuota de manejo más barata del mercado y las opciones de entrega más flexibles.
Sacrifiqué mi horario de almuerzo y emprendí una vez más el camino de la fe. Allí me atendió Sergio, un joven y entusiasta asesor que con gusto me enseñó el amplio universo de beneficios que podría disfrutar si me decidía a sacar la tarjeta con ellos. No siendo más, accedí de inmediato y, otra vez, me tocó salir en búsqueda de todos los documentos solicitados. En esta ocasión, como para estar un poco más “seguros”, me comprometí a traer un certificado de libertad de una propiedad que tengo a mi nombre. Una fuente de ingreso más, como para no dejar.
Séptima estación: el crédito cae por tercera vez
Al transcurrir una semana ya le había enviado a Sergio todos los documentos, menos el certificado de libertad. Gracias al fantástico mundo de la tecnología, este tipo de certificados se transmiten a través de la página web del Supernotariado, adquiriendo previamente un PIN que se compra en algunos puntos de lotería de la ciudad. Como buen ciudadano, hice el debido proceso, pero —sin exagerar— la página del Supernotariado duró caída más de una semana.
Ante el percance, le comenté a Sergio la situación, a lo que me dijo que lo esperara medio día y que él mismo me llamaba para contarme qué le habían dicho los del “equipo de aprobación”. Efectivamente, a eso de las tres de la tarde recibí la llamada en la oficina: “Hola, Cristian… desafortunadamente, nos negaron la tarjeta. Pero si desea, puede volver a reunir los papeles una vez tenga el certificado de libertad y lo volvemos a intentar”.
Ahora sí, la música tensionante de ¿Quién quiere ser millonario? volvió a entrar en escena…
Octava estación: consuelan al hombre que llora por el crédito
Regresé a VICE devastado, cansado, con la fe perdida en la vida y en el Fondo Monetario Internacional. Allí, los colegas me consolaron, mientras trataban de aguantarse las risas. Al ver que mi viaje estaba a la vuelta de la esquina, uno de ellos me enseñó la publicidad de un beneficio que ofrece el mismo Banco B.
Se trataba de Banco B Exprés, una “ayuda” que brindan varios bancos en la que, de forma ágil y segura, sin papeles y sin la necesidad de ir al banco, te entregan una tarjeta de crédito exprés en tu centro comercial favorito. Esta tarjetas también son conocidas como retail, o tarjetas de marca, y son ofrecidas por los distintos almacenes de cadena con el objetivo de facilitar el inicio de la vida crediticia a ciertos usuarios sin la necesidad de bancarizarlos.
Sí, por más que pareciera un espejismo, era una realidad, y tal vez mi último cartucho a gastar.
#SePuede, como diría Sergio.
Novena estación: en busca de la felicidad crediticia
Con la esperanza reconstruida, decidí ir con mi hermana a uno de los centros comerciales más concurridos de Bogotá. Era sábado, así que el hacinamiento de familias y de niños gritando era algo que nos estaba esperando de entrada.
Efectivamente, una vez cruzamos la puerta eléctrica, el tsunami de gente era aterrador, más si teníamos en cuenta que debíamos comenzar a buscar persona por persona a las promotoras vestidas con el uniforme de Banco B Exprés. Tras caminar un rato por los pasillos incaminables del lugar, nos encontramos con nuestras salvadoras. Con tan solo saludarlas, de inmediato podía sentir esa aura solidaria y bondadoso que busca calmar a toda costa tanto sufrimiento.
Le comenté mi avergonzante situación y, sin titubeo alguno, inmediatamente me respondió: “Tranquilo, señor, de aquí usted no se va sin tarjeta”. Por más hermoso que eso sonara, antes los múltiples fracasos previos preferí mantener la calma. Con una tablet en la mano, la chica comenzó a formularme preguntas personales y de salario. “Tu salario está bien, pero para que todo salga todavía mejor, voy a poner que te ganas un poquito más… igual ellos no se dan cuenta”, me dijo con una sonrisa pícara en su rostro. Okey…
Tras varios minutos de espera, me dijeron que había un pequeño problema. Al no tener historial crediticio, figuro con “muy pocos créditos en el sistema”. Dichos créditos pueden ir aumentando, por ejemplo, con llevar varios años con el mismo operador celular. Hace tan solo unos meses yo había cambiado el mío. Otra vez, la pesadilla…
Pero, con una sagacidad sorprendente, la chica me recomendó que la sacara a través de mi hermana. Una tarjeta amparada, como se suele conocer, en la que ella figura como titular ante el banco, pero la tarjeta y el cupo quedan completamente bajo mi responsabilidad. Sin pensarlo dos veces, ambos accedimos, y en cuestión de unos 15 minutos, ya estábamos caminando hacia la sucursal del banco en el centro comercial para reclamar mi tarjeta física.
Finalmente, la música de triunfo comenzó a sonar por doquier. Tenía en mis manos una tarjeta de crédito con mi nombre.
Qué mierda.
Cristian Herrera https://ift.tt/eA8V8J
No hay comentarios:
Publicar un comentario