Artículo publicado originalmente por VICE Canadá.
Me acuerdo de una de las peores shameovers (del inglés shame y hangover, resaca con vergüenza) que he tenido, hace casi una década.
Tenía veintiún años y había estado en un festival de música. Dos amigos y yo nos habíamos tomado una botella de 750 ml de vodka en el estacionamiento antes de entrar en el recinto. Recuerdo despertarme un par de horas más tarde, boca abajo, tirada en el pasto. Cuando conseguí levantarme y miré alrededor, me di cuenta de que ninguno de mis amigos estaba ahí, así que fui en su búsqueda, y cuando los encontré, empecé a beber otra vez. Tengo un ligero recuerdo de mí misma quitándome la camisa y enseñando un sujetador de encaje rojo.
Cuando se acabó el día, el amigo al que le tocaba conducir nos llevó a casa y me fui a la cama empapada en mi propio sudor. Soñé que mis amigos me habían hecho una intervención. Cuando me desperté, mi sueño se volvió más o menos realidad. No fue una intervención como tal, pero mi amigo el conductor me llamó y, así en resumen, me vino a decir que ya era suficiente.
Aclaro que el problema en sí no era que estuviera bebiendo todo el tiempo. Era más bien una falta de autocontrol cuando bebía —a menudo llegaba al punto de que se me olvidaba todo. Cuando esto ocurría, la cosa se ponía fea. Aún “funcionaba” —podía caminar tropezado, hablar con la gente, bailar— pero al día siguiente no recordaba nada de lo que había hecho y, por lo general, había hecho cosas bastante raras. Por ejemplo, mis amigos me contaron que en el festival me dediqué a desfilar en brasier, que luego le robé papas fritas a un completo desconocido y que me iba sentando en el regazo del primer tipo que se me atravesaba. De hecho, en ese lapso de tiempo, cuando tenía veintipocos, esos eran mis movimientos estrella, junto con el de robar cosas a la gente y, de vez en cuando, pedir ride. Pero mis amigos ya estaban hartos. Se habían cansado de ser mis niñeras, de lo impredecible que me volvía —efusiva un minuto, enfadada sin motivo aparente al siguiente.
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Después del festival, prometí no volver a ponerme así y prácticamente lo conseguí. Sin embargo, a medida que he crecido, he descubierto que las shameovers persistían e incluso iban de mal en peor. Ahora, si me paso, despierto con ansiedad, con la sensación de que hice algo malo, incluso si no fue así.
Es una sensación con la que Sarah Hepola se siente identificada. Esta periodista, establecida en Dallas, escribió unas memorias que tituló Blackout: Remembering the Things I Drank to Forget (Lagunas: Recordando lo que bebí para olvidar) y se publicaron en 2015. Narra su adicción al alcohol, empezando por sus días de borracheras en la universidad, de una manera brutalmente honesta, desternillante y conmovedora.
Hepola, de 44 años, lleva sin beber más de ocho años. Compara la shameover a la hora de cierre de un bar, cuando encienden las luces y todo está hecho una mierda.
“Creo que lo que supone un auténtico reto en ese momento es que estás tú sola… y tienes que analizar toda esa información”, dice. “Es como una peli de miedo, en la que hay una revelación y tú estás en plan: ‘De esa parte no me acuerdo’. Y todo esto ocurre solo en tu cabeza”.
Uno de los comportamientos de Hepola borracha era enseñarle el culo a la gente.
“Si me ponía muy borracha, hacía eso”, explica. “No era cool. A nadie le hacía gracia”.
Hepola tenía varias maneras de lidiar con la espiral de vergüenza en la que se veía envuelta después de beber. A menudo intentaba usar astutas jugadas para averiguar qué tan mal se había portado.
“Solía mandar un mensaje a la persona que había organizado la fiesta para decirle ‘¡La fiesta fue genial!’. Y entonces ella respondería ‘¡Gracias por venir!’ o ‘¡Ay, estaba preocupada por ti!”.
Nos cuenta que en la universidad, junto a sus compañeras de la residencia, se solía reír de sus payasadas al día siguiente, pero a medida que se fue haciendo mayor, empezó a recibir respuestas “de preocupación”, especialmente porque los demás ya no bebían tanto.
“Creo que la espiral de vergüenza se debe a que yo sabía que beber tanto no podía ser bueno”.
No todas las shameovers están justificadas. Una parte de ellas se debe a la reacción psicológica al alcohol, que es un depresivo.
“Puede deberse a los efectos del alcohol, que siguen afectando al sistema nervioso”, cuenta a VICE Charlie Glickman, un educador sexual de Seattle. “Tu cuerpo no sabe diferenciar entre ‘Estoy deprimido porque ha pasado algo malo’ y ‘Estoy deprimido porque mi sistema nervioso está algo descompensado’”.
Glickman también explica que la intimidad, ya sea acostarse con alguien o una simple conversación comprometida con un colega que quizá no fuera de lo más adecuada, puede, en retrospectiva, contribuir a la shameover. Cuando se trata de acostarse con alguien estando borracho, en concreto, nos explica que las mujeres pueden flagelarse por tener que irse de la fiesta en condiciones deplorables.
“En parte se debe al slut shmming”, aclara Glickman.
Da sencillos consejos para ayudarnos a pasar la resaca como dormir, mantenerse hidratado y comer proteínas, pero también que nos recordemos a nosotros mismos que no somos malas personas solo porque nos hayamos ido de fiesta o nos hayamos acostado con alguien.
Glickman opina que el paseo de la vergüenza en realidad debería llamarse “paseo de la genialidad” y añade que si experimentas una shameover cada vez que te acuestas con alguien, “puede que sea el momento de replantearnos nuestras elecciones”.
Richard Stephens, profesor de Psicología de la Universidad de Keele, en el Reino Unido, estudia las resacas.
Tal y como explica a VICE, la cantidad de alcohol que ingiere una persona representa entre el 20 y el 30 por ciento de la resaca que tendrá, ya que también hay que tener en cuenta factores como la ansiedad y el sentimiento de culpa.
“Creo que seguramente la idea de una resaca con vergüenza tenga una base científica”, dice, “pero no es un tema que se haya estudiado en profundidad”. También explica que no está claro cómo varían las resacas en el transcurso de la vida de una persona, a pesar de la leyenda urbana de que empeoran con la edad.
En uno de sus artículos, mediante una encuesta a 50.000 personas, descubrió que la gente joven tiene resaca con mucha más frecuencia que la gente mayor, probablemente como resultado de los botellones, como él expone, pero no explica para quién resulta más duro sufrir resaca.
“Ambas opciones son plausibles. Puede que sea cierto que las resacas empeoran con la edad debido a que el cuerpo está más resentido; además, la gente mayor padece de inflamación crónica con más frecuencia que la gente joven”.
Sin embargo, también puede deberse a que las resacas no parecen tan malas cuando eres joven porque no tienes tantas responsabilidades. O puede que sencillamente la gente mayor se haya olvidado de lo mal que pasaron sus resacas a los veintipocos.
Stephens dice que está interesado en saber hasta qué punto las resacas sirven para que la gente aprenda y beba con moderación.
“¿Cuándo se vuelve la resaca útil para la sociedad? La resaca es como un freno natural a la hora de beber, porque todo el mundo sabe que si se pasan, se sentirán fatal a la mañana siguiente”.
Hepola estuvo bebiendo durante quince años. Tardó dos años en dejarlo y afirma que las shameovers la motivaron.
“Una parte del proceso es que ya no puedes aguantar en esa espiral de vergüenza. Se vuelve insoportable”, aclara.
Cuando ya estamos acabando nuestra conversación de una hora, me comenta que si alguna vez decido dejar de beber, puedo llamarla.
“A mucha gente se le pasa con la edad, pero no sabes si tú serás uno de esos hasta que haya pasado algo de tiempo”, dice.
“Si alguna vez sientes que quieres dejar de beber y necesitas hablar con alguien sobre eso, no dudes en llamarme. Pero si no lo haces, no te sientas mal por ello”
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