Ángela Ponce nació el 18 de enero de 1991 en Pilas, un municipio español de la provincia de Sevilla, en España. En aquel entonces su certificado de nacimiento mostraba un nombre distinto: Ángel Mario Ponce. Aunque vivió sus primeros años bajo la expresión de género de varón, desde muy pequeña ella supo que era niña. La misma presión social que la obligó a usar ropa que no reflejaba su identidad la llevó también a estudiar informática, carrera que no ejerció. Involucrada en causas sociales, fue maestra de educación física para niños con discapacidad y más adelante se unió a las filas de la Asociación Daniela, que se ocupa de brindar apoyo legal y psicológico a jóvenes trans.
Podrá ser una mujer extraordinariamente bella, una exitosa modelo y estar involucrada en causas filantrópicas, pero eso aparentemente no le alcanzó para ser merecedora de uno de los más elementales derechos: el respeto. Para sus detractores, quienes a diario llenan sus redes sociales con mensajes de odio y burlas, ella “jamás será una mujer, por mucho que se opere”. Ángela, acostumbrada a desafiar al status quo desde muy joven, se acostumbró también a la violencia y a capotearla, como hacen los toreros con los novillos en las plazas.
“Si se reían de mí porque me ponía una diadema, mañana me ponía una corona, sin importarme lo que dijese de mí la gente”, expresó Ángela en una entrevista que concedió al diario La Vanguardia. Fuerte como era, nunca dejó que todo el bullying que sufrió en la infancia y la adolescencia mellara su voluntad de convertirse en lo que siempre soñó. Aferrada, acaso sin saberlo, al mantra de ‘La Agrado’ —un personaje de su coterráneo Pedró Almodóvar—, que reza que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”, Ángela comenzó su tratamiento hormonal a los 16 años, y a los 24 se sometió a una CRS (cirugía de reasignación sexual).
No fue sino hasta el pasado 30 de junio cuando Ángela hizo historia, convirtiéndose en la primera mujer trans en ganar Miss Universo España. Según el reglamento, basta con ser legalmente mujer en su país de origen para para poder participar, así que Ángela cumplió cabalmente con los requisitos solicitados: beneficiada por una ley promulgada en 2007 en su país, actualmente su DNI ostenta su nueva identidad.
Pero con la corona y la gloria, sus haters se replicaron. En la cultura contemporánea del meme y de la ofensa anónima desde los dispositivos móviles, Ángela recibe diariamente comentarios que van desde el odio más abierto hasta otros como “échale huevos cabrón, tú puedes ganar”. Esa transfobia disfrazada de humor se ha normalizado de tal manera, que cuando se pide que se deje hacerlo, las personas se escudan en la “libertad de expresión” y en que “ya no se puede hacer chistes de nada”, o que “actualmente ya todo es ofensivo”.
“No todos tenemos que pensar como ustedes”, “no es transfobia porque la fobia es miedo, simplemente es la realidad: él es un hombre”, o “ahora los gays se sienten intocables” son otras de las joyas que inundan el internet. Y son joyas no porque sean valiosas, sino porque son clarísimos ejemplos de que existe un enorme desconocimiento en temas elementales como saber diferenciar entre sexo, identidad de género, expresión de género y orientación sexual.
“Opiniones” y “humor” que matan
Esa transfobia con la que personas como Ángela Ponce tienen que vivir día con día tiene muchas raíces, siendo las más identificables la visión judeocristiana occidental y por supuesto, la falta de información o la mala información en cuanto a temas de sexo. Y no es casual que estas vayan aparejadas. En México, por ejemplo, organizaciones de extrema derecha —cercanas a la Iglesia Católica— como el Frente Nacional por la Familia, marchan de manera periódica para imponer su visión conservadora de la sexualidad. Bajo lemas como “con mis hijos no te metas” y pasando por alto la laicidad del Estado, estas asociaciones piden que no se incluyan temas tan fundamentales como la reproducción humana y algunos otros que ellos consideran como parte de “la ideología de género”.
¿Cuál es el resultado de que se haga caso a estos grupos reaccionarios? La respuesta está en los números. Tan sólo en México, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), anualmente 16 millones de adolescentes entre los 15 y los 19 años de edad resultan embarazadas, convirtiendo a nuestro país en el primer lugar a nivel mundial de esta triste y vergonzante estadística. Pero el problema no sólo se traduce en la gestación de nuevas vidas, sino que también es responsable directo de muertes. Según la Organización Letra Ese, en los últimos cinco años 381 personas LGBTTTQIA+ han sido asesinadas por su orientación sexual o expresión de género.
En su más reciente informe, esta asociación explica qué características debe tener un asesinato para ser considerado un crimen de odio por homo, lesbo o transfobia:
“El rasgo distintivo que caracteriza a los homicidios de personas LGBT es la saña con la que son cometidos. Los resultados del monitoreo dan cuenta de las múltiples violencias a las que fueron sometidas muchas de las víctimas antes de ser asesinadas o el ensañamiento al que fueron sometidos sus cuerpos ya sin vida. Al menos 21 de las víctimas habría sufrido violencia sexual antes o después de ser asesinada, y los cuerpos de al menos 50 de las víctimas aparecieron con 'marcas de tortura' o señales claras de ensañamiento”.
En el mismo informe se cita también que de todas las personas LGBT, son precisamente las personas trans las víctimas más numerosas, sumando 209 casos de asesinatos en el mismo lapso de cinco años. 41 personas muertas anualmente, víctimas de una saña insólita que muchas veces incluye violaciones sexuales pre y post mortem, mutilaciones y amputaciones de miembros y muchas de ellas abandonadas a descampado.
Pero hay más de una forma de asesinar a las personas trans: la más común e incluso socialmente aceptada es la discriminación y el “humor”. Porque claro, “las palabras no dañan”. Por supuesto, esa es una posición facilista que asumen quienes no han sido continua y sistemáticamente oprimidos y violentados. Pero para las personas que han vivido así desde que tienen uso de razón, estas palabras pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Precisamente a causa del caso de Ángela Ponce, la ex Miss Universo mexicana Lupita Jones declaró que ella no estaba de acuerdo con la participación de la represente de España. En una entrevista en Durango hizo desafortunadas declaraciones, afirmando que “…podrán ser reconocidas y apoyo el que busquen el reconocimiento de sus derechos como cualquier ser humano, pero una mujer, nacida mujer, jamás va a ser igual a un transgénero, biológicamente no son iguales”.
Sólo unos días después Itzel Aidana Ávila, una mujer trans, se quitó la vida, dejando como fúnebre testamento un duro mensaje a Lupita Jones a través de un video que publicó en sus redes sociales: "Nada más déjeme decirle una cosa, señora Lupita Jones, se necesita muchísimo valor, se necesita muchísima fuerza y muchísimo carácter para poder lograr ser esa persona con la cual tú te identificas. Dele gracias a Dios que usted nació con una parte entre sus piernas que la identificaban con su personalidad. Desafortunadamente nosotras no, y no por eso somos menos que nadie”.
“Por favor, fíjese muy bien lo que dice, porque gracias a esos pensamientos, gracias a esas opiniones, muchas personas se suicidan, muchísimas personas se sienten rechazadas y humilladas, muchísimas personas están sufriendo en carne viva el infierno de estar en un cuerpo que no pertenece”.
Lupita Jones salió a defenderse, diciendo que ella sólo emitió su opinión y que de ninguna manera podía ser culpada de que “alguien” (puesto que jamás mencionó a Itzel) se suicidara. Muchos secundaron sus dichos, afirmando que, en efecto, Lupita sólo había expresado su opinión y que si Itzel Aidana se había suicidado, era porque “era una persona débil”.
En efecto, al menos en estricto sentido, no se puede culpar a Lupita Jones del lamentable hecho. Lo que no se pueden negar ni minimizar es el impacto que tienen las palabras, mucho menos tratándose de una figura pública. Ángela Ponce ha declarado en varias entrevistas que ella fue afortunada de contar con una familia comprensiva, factor decisivo con el que muchas mujeres trans no cuentan.
Violentadas en sus mismos hogares o expulsadas de ellos, muchas de ellas no cuentan con estudios y terminan orilladas a oficios de altísimo riesgo, como es el trabajo sexual. ¿La consecuencia? En América Latina, según la REDLACTRANS, la esperanza de vida de las mujeres trans es de 35 años, convirtiéndose así en el grupo más vulnerable del continente.
Nacida en un país de la Unión Europea, la experiencia de vida de Ángela Ponce es evidentemente mucho más privilegiada que la de las mujeres trans de Latinoamérica. Blanca, de posición económica desahogada, con acceso a educación, a cirugías cosméticas y apoyada por su red familiar, Ángela es un caso excepcional en un universo de mujeres trans violentadas, en condición de pobreza y segregadas socialmente.
Si incluso Ángela, la exitosa modelo de pasarela que se convirtió en reina de belleza es diariamente acosada, sujeto y objeto de burlas, ¿qué pueden esperar las otras, las invisibilizadas y atravesadas por múltiples formas de discriminación? Basta revisar sus redes sociales para ver como Ángela es llamada “enfermo” o “maricón” o ya queriendo suavizar el tono —y haciéndolo pasar por humor—, también le llaman “hermano” o “huevudo”.
¿Cuántos chistes o “simples opiniones” harán falta para entender que las palabras importan? ¿Cuántos suicidios tienen que ocurrir para que nos demos cuenta que no hace falta asestar una cuchillada para matar a un semejante? Porque nosotros, desde nuestra comodidad cotidana, no podemos imaginar lo que es vivir una vida de asedio continuo. En efecto, todos tenemos el derecho de expresar nuestra opinión. Pero hay opiniones homofóbicas, transfóbicas, racistas, clasistas y un largo etcétera. Hay opiniones que para nosotros los privilegiados pueden parecer comentarios inofensivos o divertidos, pero para otros pueden ser la diferencia entre vivir un día más o hartarse de una vida de discriminación y decidirse de una vez por todas a jalar el gatillo.
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