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jueves, 25 de octubre de 2018

Un recorrido por el extraño Museo de Cera de La Villa

Uno de los recuerdos más sórdidos de mi infancia es pasar afuera del Museo de Cera de la Villa, el más antiguo de América Latina, camino a la Basílica de Guadalupe o a la casa de mis primos en la colonia Industrial, al norte de la Ciudad de México. Era aterrador porque en el lobby de aquel bodegón sobre avenida de los Misterios se exhibía una figura particular como atractivo visual: una piruja de aspecto lúgubre, sentada en una mesa de cabaret, cigarro en mano y una mueca siniestra, sacada de una de las peores pesadillas del cine de ficheras.

¿Qué era eso? ¿A qué universo pertenecía? El sitio no ostentaba ni siquiera un anuncio que indicara su naturaleza como museo; parecía una cantina. Muchos años después la figura de la cabaretera fue sustituida por la de Cantinflas y la vida dio muchas vueltas, pero aquel lugar me seguía despertando un morbo soterrado. Un día, mientras hurgaba en la serie “Archivos secretos de policía”, del periódico de nota roja La Prensa, di con esta historia, de 1963: “Tragedia en un Museo de Cera. Conflicto pasional: un asesinato y un suicidio”. Se trataba del mismo recinto.

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***

Le preguntó a Eduardo y a Daniel sobre el cruento pasaje del asesinato y homicidio de sus antepasados. Ríen, conocen la historia de primera mano y la han leído. “Pues sí, pasó, Carlos era hermano de mi abuelo, pero el crimen ocurrió en un departamento que estaba situado en la parte posterior del museo, donde ahora están los baños del restaurante vecino. Si algo quedó de aquello, es ahí”, dicen y reímos sardónicos por los comensales y empleados del negocio vecino.

Como sea, el Museo de Cera de la Villa mantiene un halo de misterio y cierto anacronismo inocente. Templo catolifreak, de nota roja y patriotismo barroco.

Eduardo H. G. https://ift.tt/2z2n88K

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