Este artículo apareció originalmente en VICE Estados Unidos.
A lo largo de mi infancia pasé muchas navidades en la casa de mi abuela. Ella no tenía muchas cosas para entretener a los niños, pero sí tenía en su poder dos santos griales decembrinos: viejas copias en VHS de Home Alone y Home Alone 2: Lost in New York [o como se conocía en Latinoamérica, Mi pobre angelito]. Mis primos y yo solíamos verlas hasta poder recitar de memoria cada diálogo, y una vez que lográramos eso, simplemente veíamos una y otra vez las mejores escenas de cada película: las trampas. Kevin McCallister era nuestro héroe de 10 años, erigiendo un camino de destrucción creativa que yo creía era el sueño de todo niño. Fue mucho después en la vida que me di cuenta de la verdad: Kevin es un puto monstruo.
Para los que no han visto las películas (¿qué les pasa?), las originales tenían como protagonista a un niño cuya familia grande y adinerada solía olvidarlo (yo siempre pierdo el control de mi Apple TV, seguro es algo como eso). En el primer film, lo dejan en su casa mientras se van de viaje durante las festividades, y en la segunda, de alguna extraña manera termina en el Nueva York de los 90, solo y aparentemente despreocupado de lo que pudiese pasarle. En ambas oportunidades, Kevin está en la mira de dos ladrones, Harry y Marv, quienes lo buscan, lo persiguen, y cosas por el estilo. De muchas maneras, la premisa satisface una de las mayores fantasías de infancia: quedarse en casa y poder hacer lo que uno quiera. El ideal de "comer lo que quiera, correr por todas partes, poner música muy duro" que se ven en películas como Risky Business. Pero también revela una fantasía más profunda: la habilidad de preparar trampas muy violentas sin ninguna consecuencia para uno o para los demás. En mi mente, todos los jóvenes aman una buena trampa.
A lo largo de las películas, Kevin patrulla la mansión suburbana de sus padres, el Hotel Plaza, y hasta el inmenso Upper West Side, confeccionando artefactos retorcidos que varían en la cantidad de daño que hacen. Aunque cada "broma" es percibida de la misma forma por los dos ladrones, uno tiene que imaginar que un poco de pegante y plumas en la cara suena mucho menos doloroso que, digamos, múltiples latas de pintura cayéndole a uno en la cabeza o un lanzallamas industrial disparado directamente contra la oreja de uno; estas dos últimas son al menos dignas de un viaje al hospital y un TAC. Todo esto y más les ocurre a los desgraciados Bandidos Mojados en un lapso de tiempo muy corto, y sin embargo permanecen generalmente inafectados en su búsqueda por atrapar a su torturador.
Pero el tema es este: Kevin no tenía que hacer nada de eso.
¿Preparar un montón de trampas al estilo Rube Goldberg era más fácil que, digamos, pedirle a un vecino que llamara a la policía? ¿O llamarlos él mismo? ¿Que tal simplemente preguntarle al vecino si se puede quedar con él; sin involucrar a la policía (después de todo, todos los policías son cerdos). Claro que no, porque entonces Kevin tendría que admitir que estaba livin la vida loca a sus anchas, y eso le pondría un fin a sus vacaciones espontáneas. Kevin, en el fondo, es un mocoso rico, suburbano y mimado que está dispuesto a sacrificar el hogar de su familia, y hasta cometer un asesinato, con tal de evitar terminar sus vacaciones. En Nueva York, él se consigue la estadía más costosa posible, sin pensar lo que podría costarle a sus padres. Él ve cómo los bandidos entran y roban las casas de sus vecinos y no les dice nada a los dueños o a las autoridades, pues Dios no quiera que descubran su cómoda situación. Pide limusinas, room services extravagantes, y en un momento (aparentemente solo por el simple deseo de generar sufrimiento) engaña a un domiciliario de pizzas haciéndolo creer que va a morir, solo para divertirse.
Muchas de las trampas que Kevin hace para los "villanos" de la historia son inofensivas y son del tipo que uno esperaría de un niño de su edad —hot wheels en el piso, un cable para hacer tropezar, etc.—, pero otras son mucho más siniestras y, en algunos casos, pareciera apuntarle a un fin mucho más letal.
(Además, toda mi infancia creí sin problemas que sea lo que fuera esto, era normal para un niño de 10 años tener acceso a esto:
¿Un calentador de pomo, supongo? Quién putas sabe.)
Los ladrillos lanzados a la frente de Marv. Las planchas que caen cuatro pisos a la frente de Marv. La púa cubierta de brea que cae en el pie descalzo de Marv. Sinceramente, pareciera que Kevin tuviese una sed de sangre muy arraigada, que solo pudiese ser saciada por el asesinato de un incompetente y adorable ladrón de clase obrera. Él simplemente debe matar a Marv.
Lo que hay que reflexionar es que no hay lugares a los que Kevin no esté dispuesto a llegar con tal de extender su Edén personal. No hay nivel de destrucción de propiedades, violencia, o incluso homicidio involuntario (dudo que un fiscal pueda conseguir un cargo por homicidio a un niño de su edad), que lo disuadan de no pasar navidad con su familia. Si uno las ve con este lente, las películas se convierten en algo completamente diferente: Kevin es un psicópata despreciable, que no solo está dispuesto a llegar hasta esas instancias, sino que además lo disfruta, riendo con gracia mientras inflige daño y sufrimiento a cualquier persona con la que se cruce que no sea rica. Es un pequeño imbécil mimado de la peor calaña que no puede mantener ninguna relación humana normal —tanto que no parece tener ningún amigo— excepto por la anciana de los pájaros, posiblemente loca, que se la pasaba en las vigas del New York Philharmonic.
Y como es un verdadero niño rico y mimado, también disfruta la actividad favorita de la gente de su clase: sufrir cero consecuencias por sus acciones. Después de regresar por Kevin, sus padres lo llenan de amor y regalos. Lo perdonan por la deuda (presuntamente de más de 6.000 dólares) que generó en Nueva York. Olvidan la ridícula cantidad de daños que dejó en su casa. Ni siquiera parece importarles que él no se preocupó por contactarlos durante todo ese tiempo. Todo es perdonado, y son las víctimas de Kevin las que deben pagar. El domiciliario de pizza probablemente quedó con TEPT por el resto de su vida, ¿pero acaso eso le importó a Lord McCallister? Claro que no. Solo se ríe cada vez que piensa en eso. Así que en esta temporada navideña, si se sientan a ver estas películas clásicas y adoradas por todos, por favor intenten recordar que Kevin no es el héroe de esta saga; es Marv.
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