Artículo publicado por VICE México.
La vida había estado moviéndose demasiado este último año, como cuando no puedes salir del mar por la cantidad de olas que te revientan cuando logras pararte, hasta que decides dejarte revolcar y esperar a que el mar tenga la bondad de escupirte.
Fue así hasta que —hace una semana— dejé de esperar tanto de la vida y me di mi primer ácido. ¿Qué podía pasar ya? Según yo, ya conocía todo y nada tendría la fuerza de revolverme la realidad, pero la situación, para mi fortuna, fue otra.
Las primeras horas fueron como tener una especie de superpoder ultra sensorial. Era capaz de sentir absolutamente todo. Increíble. Pero al fondo no dejaba de escuchar a una amiga que repetía una y otra vez que viera los colores, las luces, los visuales. En mi mente rondaba el pensamiento: “Nos dimos el mismo ajo y yo sólo estoy sintiendo un chingo, mientras ella ve algo extraordinario en los papeles metálicos del escenario”.
Me resigné después de unas horas a que esto era el LSD para mí; había escuchado que cada viaje era diferente y que no todos ven fractales o seres inexistentes. Así que me dediqué a disfrutar y sentir todo a mi ritmo y forma.
Después de un rato, para relajarnos, fumamos marihuana. En el momento en el que alejé la pipa de mi boca algo había cambiado. Y en el corto movimiento que hice para entregarle la pipa a mi amiga y voltear al escenario, vi cómo todo estaba dentro de un espejo de agua, con esa plasticidad y liquidez que sólo ves en las peceras de cristal grueso. Fue exactamente en ese momento que empecé a alucinar.
A partir de ese momento y durante las siguientes 5 horas, vi todo lo que había escuchado de las experiencias de amigos, documentales sobre LSD y películas: caras derretidas, fractales infinitos en el cielo, duendes, manos de plastilina. Vi todo lo que quise ver y me enfrenté a otras cosas que lograron lo que no esperaba: agitar mi mente de forma extrema.
La realidad dejó de ser como la conocía. No sólo porque a veces era de óleo y otras de caricatura, sino porque todo, absolutamente todo, era posible. No pensaba en la realidad a pesar de estar tan consciente de ella; sólo sabía que era parte de ella y por ende podía ser lo que yo quisiera.
Pasó el viaje, y al regresar no sólo no era la misma; sino que después de mucho tiempo sentía todo con una genuina claridad. Veía todo tal cual era; no más, no menos. Todos mis pensamientos estaban conectados entre sí. Y casi por consecuencia —yo, que sobrepienso todo— necesitaba tomar decisiones, y una de ellas fue bien dura: renunciar.
Decir que renuncié a mi chamba después de probar LSD puede sonar pretencioso e incluso forzado. Pero fue así. Tenía un trabajo que me frustraba, pero que no me atrevía a dejar por no fallarle a quienes habían creído en mí para llegar ahí. Porque una vez que me creí la mentira del éxito, me enredé en una serie de decisiones que sólo atentaron contra mi propia identidad, a tal punto que ni siquiera vale la pena hablar de mi extrabajo.
Lo que pasó en mi viaje fue una suerte de reconstrucción y reencuentro, y a pesar de que mi futuro es más incierto que antes, la lucidez que queda de saber que la realidad no tiene forma y todo es posible en ella, sirve como impulso para abrazar lo que toca y quiero vivir.
Las drogas son un sólo un medio de cientos que pueden desarticular el adormecimiento de la apaciguada, cómoda y rígida estructura en la que “debemos vivir”. Para mi, probar el LSD fue lograr soltar el control, el deber ser e incluso la expectativa. Fue reconocer que no todo lo sé ni todo lo domino. Y a pesar de que no seré predicadora del ajo ni una clavada, lo único que quisiera que quedara claro es que sí, toca perderse y enloquecer, pero también toca buscar los caminos de regreso, y esos estoy casi segura que sólo se encuentran a través del conocimiento y la exploración. Sea lo que sea eso para cada uno de nosotros.
Andrómeda https://ift.tt/eA8V8J
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