La avenida Mariano Otero sólo se ilumina cuando pasan los autos. Son pasadas las tres de la madrugada en Guadalajara y la temperatura es agradable. Los dos tenemos la ropa puesta. Yo, apoyado contra un pequeño muro que nos sostiene. Ella, apoyada sobre mí, su cintura sobre mi jean abultado.
“¿Esto no es para tu artículo, no?”, me pregunta de pronto.
El 14 de agosto de este año leí una noticia salida de Guadalajara que dio la vuelta al mundo. Decía que a partir de la modificación del artículo 14 del Reglamento del Ayuntamiento de la ciudad, se volvía absolutamente legal tener relaciones sexuales en la vía pública. Había tan sólo una salvedad: nadie debe quejarse.
¿Era posible que una ciudad ofreciera tal forma de la libertad? O mejor aún: tal forma de honestidad. Según se informa, el cambio se realizó para poner un coto a la corrupción de la policía, que en reiterados casos detenía ciudadanos por estar cometiendo actos indebidos y les pedían una compensación para seguir en paz con sus cositas.
Viajé desde Buenos Aires. Nunca había estado en Guadalajara, pero resultó que tenía planeado un viaje a México y decidí aprovechar para visitar el estado de Jalisco y poner a prueba la normativa. Para muchos, coger en lugares prohibidos tiene un encanto especial, un peligro erótico. ¿Qué iba a pasar ahora, que ya no era prohibido pero sí, tal vez, peligroso?
Contra lo que pensaba, no me encontré con el estereotipo del policía corrupto. Al contrario, en mis primeros paseos por sus calles vi puras policías mujeres. Entrevisté a algunas de ellas.
—¿Qué sabe, oficial, del cambio en el artículo 14 de la normativa?—, le pregunté a una.
—Que se aprobó—, dijo.
—¿Hay mucho sexo en las calles de la ciudad?—, insistí.
—No tanto. Lo más normal es en los carros—, contestó.
En el 2011, según las estadísticas oficiales del Vaticano, el Seminario de la Arquidiócesis de Guadalajara era el centro de formación sacerdotal con mayor número de alumnos del mundo. En ese entonces había 575 estudiantes con aspiraciones clericales. La fama de conservadora acompaña desde siempre a Guadalajara. Exporta tequila y sacerdotes a mansalva, como si le dijeran a Dios aquella frase que repite Micky en Luis Miguel, la serie: “si con la peda te ofendí, con la cruda me quedas debiendo”. Y así hasta la eternidad, como los seres humanos.
Algo parecido ocurre con el cambio de normativa. En la misma maniobra intentan proteger a los ciudadanos de los “malos hábitos” y cuidar a los ciudadanos que quieran incurrir en esos malos hábitos. Lo hacen de un modo simple: determinando que solo es malo si hay alguien para verlo y denunciarlo. ¿Pero qué pasa por la mente del ciudadano que se escandaliza? ¿Qué hay de indecente en dejar de esconder lo privado?
Mi misión era difícil. Solo tenía tres días en la ciudad y nunca fui ni un renegado ni un Don Juan. La primera noche la pasé solo. Apenas conseguí que alguien me compartiera un porro y una chica me pasara su Instagram.
La segunda noche fue igual de mala. Tomé tequila, bailé torpemente, incluso intenté imitar la tonada mexicana para ganar en ternura. De poco resultó. Había caído en una trampa: lo que la ley permite, nadie lo garantiza.
Entonces llegó la noche final. Me recomendaron que fuera al salón Veracruz. “Es un centro de distribución de pecados”, me dijo un chofer de Uber cuando le pregunté de qué se trataba.
Ahí fui.
Los primeros minutos los pasé tomando cerveza en silencio, hasta que apareció ella. Subió al escenario y pidió permiso para cantar. No era parte de la banda, noté, sino tan sólo una pasajera casual en el Veracruz, como yo. Tomó el micrófono y empezó a cantar “porque yo en el amor soy una idiota”. La miré cantar replegado contra una de las columnas que rodean la pista de baile. En un momento, ella también me miró.
Cuando bajó del escenario me invadió un coraje súbito. ¿Qué podía fallar en el antro del pecado de la ciudad de los sacerdotes? Me dijo su nombre y yo el mío. Compartimos tequila, apenas, y cervezas. Yo le conté de mi intención de tener sexo en la calle. “Soy periodista”, le dije, “quiero contar qué se siente”. “Vamos”, me respondió, pero después se mordió un labio con ironía.
Ella me contó su vida y habló de su corazón herido. Como a mí, algo le había salido mal y había terminado ahí, sola. Hablamos bajo la luz huidiza del salón Veracruz, mientras todos a nuestro alrededor bailaban salsa y nos obligaban a esquivar los codos y las caderas para seguir en pie. Ahí fue nuestra danza de habladores, recorriendo la pista a pura plática, yendo de un extremo al otro entre huecos de bailarines para conocernos, para volvernos, de pronto, bailarines también nosotros. Están equivocados, pensé en un momento, bailando salsa en una pista hecha para conversar del amor roto.
Lo siguiente sucedió en la oscuridad de la avenida Mariano Otero. Fuimos, bajo la luz de un farol, aquella sombra. La apoyé sobre mí. Miré la imagen que proyectábamos. Una sombra engordada por la fusión, moviéndose como si fuera una panza que respira. En un momento, pasó un camión y tocó bocina, participando él también.
Era raro ser parte de ese acto sin ser partícipe. Ahora me doy cuenta, estando en la calle, escuchando la bocina del camión, que aunque no haya nadie alrededor, siempre puede haber alguien oculto mirando, disfrutando, escuchando. Amenazando con la denuncia… Los otros, pienso, son la parte interna del sexo. Son, digo, la cuota ilegal de lo permitido. ¿El erotismo?
Mi cabeza está dividida entre la misión y la calentura. Si no existiera la posibilidad de esta nota, igual lo registraría todo, pero distinto. Le doy un beso en la oreja y gime. Su respiración me hace olvidar qué narrar. Cada vez que me caliento, callo. ¿Qué sexo es el que será contado? Siempre, de todas formas, peleé con mis pensamientos a la hora de coger. Si el sexo es la ausencia del pensamiento, siempre lo simulé.
En un momento pasa un hombre y me asusto. Mi cuerpo tiene un espasmo, como si me atravesara la posibilidad de ser asesinado por la espalda. 2017 fue el año con mayor número de homicidios en el estado de Jalisco. El hombre pasa y lo veo irse mientras la abrazo. Todavía la tengo dura. La toco con mis dedos en su pantalón. Voy percibiendo el momento de hacerlo.
Veo un espacio negro atrás de una reja. Le digo y no quiere. “¿Y si aparece una rata?”, me pregunta. “No me importa”, le digo. Nuestra habitación pública sigue ahí. La tomo de las nalgas y la traigo sobre mí. Sus pies se separan del suelo y me rodea con sus piernas. “Vamos”, insisto, mirando la oscuridad.
“¿Esto no es para tu artículo, no?”, me pregunta de pronto.
No sé qué responder y me río. Pongo su mano en mi pija. Le pregunto si la siente. “Sí”, me dice. Creo que no lo nota pero en ese instante me doy cuenta de que es imposible realizar cabalmente mi tarea, de un modo u otro lo que yo haga no será más que la representación del sexo a fines de un nota, pero no el sexo.
Pero yo no soy periodista. Soy apenas una sombra gorda bailando en un pedazo de cemento.
Ella sonríe. Miramos los dos a la oscuridad, allí donde la sombra entrará en nosotros. Es tarde en Guadalajara, la temperatura es agradable. Nada de lo que hagamos después será penado por la ley.
“La nota era un invento para cogerte”, le digo y un poco me lo creo, y pienso que ya no voy a escribir sobre esta noche.
Joaquín Sánchez Mariño https://ift.tt/eA8V8J
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