Artículo publicado por VICE México.
Trabajo en los márgenes de la sociedad. Cuando me llamas para buscar mis servicios, sobre todo si es la primera vez, lo harás con un cierto sentimiento de culpa, porque sientes que estás defraudando a todos tus seres queridos y a ti mismo. Soy como un dealer. Soy un ghostwriter, un escritor fantasma, y aunque tu única referencia de esta profesión pueda ser Diane Nguyen de Bojack Horseman, los del gremio somos tan antiguos como el sexoservicio y el alfabeto. ¿El conde de Montecristo? Ese libro lo escribió un séquito de esclavos literarios, a quienes me puedo imaginar en condiciones tan indignantes como las de los monos-escritores del Sr. Burns en Los Simpson.
El ghostwriter pone su imaginación, sintaxis y dominio de la tilde al servicio de políticos, empresarios o, como ha sido mi caso, la fauna estudiantil más repugnante de la universidad privada. Se trata de una profesión con pocos riesgos —si acaso una tendonitis—, pero sobre todo sin ningún reconocimiento, y esto es irónico, porque literalmente hay miles de niños que crecen con tus vagas opiniones de educación sexual: “Venirte fuera no es un método anticonceptivo”, y alguien que te enseña eso, creo yo, merece por lo menos un silencioso agradecimiento. Pero nadie sabe que existes, aunque medio mundo te esté leyendo en sus libros de secundaria.
El ghostwriting me parece el mundo de los sueños rotos, para quienes fantaseábamos con algún día publicar en Anagrama, pero que terminamos escribiendo las memorias egolátricas de un ganadero regio. Claro que bajo los principios del capitalismo salvaje todo se puede vender al mejor postor: cupcakes de unicornio, bragas usadas o incluso tus palabras.
Tony Schwartz escribió las memorias de Donald Trump y le sacó una buena cantidad de dinero. Si no lo saben, este ghostwriter fue el creador de esa imagen exitosa que tanto proyectó Trump en su campaña electoral. “Le puse lipstick a un cerdo”, acabó reconociendo Tony Schwartz. Además de que el ghostwriting ayuda al crecimiento de las carreras de los demás, y nunca la tuya, también puede ser un ámbito de dudosa moralidad. Deja tú que tu nombre no venga en la portada, y que otra persona se lleve el crédito. Eso, al final, da lo mismo, pero tus palabras pueden terminar ayudando a que un neofascista adquiera el poder. ¿Y todo por dinero?
La gente subestima el poder de las palabras, pero muchas atrocidades se han cometido por culpa de un discurso que probablemente un político ni siquiera escribió. Goebbels, que ahora podríamos denominar el ghostwriter de Hitler, se dio cuenta del poder que tienen las imágenes y las palabras, y montó toda una estructura de comunicación en torno a los discursos totalitarios del nazismo. La radio, el cine, el teatro y la literatura estaban al servicio del poder, y lo mantenían vigente. La propaganda había alcanzado bajo el nazismo un aura casi religiosa, y la gente se la creía como si fuera el evangelio.
Me acuerdo del ganadero regio al que le escribía sus discursos. No lo voy a comparar con un líder totalitario, pero sí creo que este sujeto, con un poco más de poder en sus manos, hubiera instaurado una distopía neocapitalista entre sus empleados. Pretendía construir una ciudad para sus miles de trabajadores, y el concepto desde el principio me pareció siniestro, porque me recordaba mucho a Cypress Creek de Hank Scorpio, el neo-empresario de Los Simpson. En esa ciudad, la familia Simpson, empieza a caer progresivamente en depresión porque la empresa invade sutilmente su vida privada, resolviéndole todo, pero también controlándola y vigilándola. Yo tenía que escribirle los discursos a alguien que pensaba como Hank Scorpio.
En el mejor de los casos, un ghostwriter no trabaja para megalomaniacos del cabrito y la carne asada, y no compromete tanto su brújula moral. Pero si quieres seguir trabajando tienes que ceder un poco, y por lo pronto tienes que escribir para algún narcisista depresivo. Algo muy parecido a lo que le pasa a Diane Nguyen con Bojack Horseman. Terminas escribiendo desde las sombras para alguien que casualmente adquirió cierta fama, y que es incapaz de hilar dos frases consecutivas. Encima, cuando le cuentas de tus proyectos literarios, te tacha de pendejo. “Esa idea ya está más que hecha por miles de novelistas”, te dice. Entonces, abandonas tu proyecto personal y vuelves a la vida de siempre: la escritura de mercenario.
La autoría es una invención renacentista, y la humanidad ha sobrevivido miles de años sin darles crédito a quienes inventaron sus mejores historias. No creo que hasta el texto más trivial tenga que ser firmado por quien realmente lo escribió. La escritura a veces se parece a un taller artesanal donde distintas manos aportan lo que sea que puedan aportar, y sólo el resultado final importa. El ghostwriting, sin embargo, está en los márgenes de nuestra vida cultural, y aunque muy pocas veces se reconoce que sí existe, contribuye a las carreras de megalomaniacos y narcisistas, y te hunde en una espiral en la que crees que tu talento se desperdicia hablando de cabezas de ganado. El ghostwriting es cavar un foso para tus propias aspiraciones artísticas, para que un mes más consigas pagar la renta.
Víctor J. Gómez Villanueva https://ift.tt/eA8V8J
No hay comentarios:
Publicar un comentario