Artículo publicado originalmente por VICE Alemania.
Esta mañana, como cada mañana, Alva* se despierta a las seis de la mañana junto a sus tres hijos, de 3, 9 y 10 años. Duermen en finos colchones de espuma amarillos en el suelo. La mujer de 36 años se levanta y tapa la ventana con una manta roja para que la luz del sol no despierte a los niños.
Los cuatro miembros de la familia viven actualmente en dos habitaciones diminutas llenas de cajas de cartón y bolsas de plástico. En las cajas hay documentos, ropa y el resto de sus pertenencias, desde los libros de los niños hasta utensilios de cocina. “No vale la pena sacar todo”, me dice Alva.
Hoy Alva tiene un solo dólar en la cartera. Dice que luego va a llamar a una amiga que a veces le presta dinero para ver si le puede dejar prestado un poco otra vez. “Se lo devuelvo rápido”, aclara. Alva insiste en que tiene cuidado con el dinero; suele ir a comprar los fines de semana porque hay más ofertas. Incluso su hijo de 9 años sabe que sus cheques de ayuda por hijo se acaban el día 20 de cada mes. Cuando se lo recuerda, ella le dice que no se preocupe y que disfrute de su infancia.
Alva fue a Alemania al poco de entrar en la veintena, soñando con una vida mejor. Creció en un pueblo de Macedonia de solo treinta casas con ocho hermanos. Afirma que fue la primera de su pueblo en acabar el instituto y que el periódico local se hizo eco del logro. Después se enamoró de un alemán que tenía familia en Macedonia.
“Había visto demasiadas películas”, recuerda. “Para mí, Berlín era como Nueva York”. Pero en vez del ático de sus sueños, acabó en un pequeño apartamento con muebles desgastados. Su marido era cocinero y ella limpiadora en unas oficinas. Se levantaba a las cuatro de la mañana cada día y cobraba 1300 euros al mes.
Entonces llegaron los niños y, con ellos, más discusiones. Su marido trabajaba de noche y se gastaba casi todo lo que ganaba en casinos o lo enviaba a Macedonia. “Construyó a su familia una casa con ese dinero, mientras sus propios hijos duermen en el suelo”, dice Alva. “Si conseguimos un apartamento y las cosas se estabilizan, me divorciaré”.
Pero puede que aún falte algo de tiempo para que la familia consiga un apartamento. “Hay mucha gente que vive varios meses en el refugio”, dice Kai-Gerrit Venske, un trabajador social de Cáritas. “A veces llega incluso a un año”. Antes, la mayoría de la gente sin techo de Berlín eran migrantes. Ahora, cada vez más gente que llega a Cáritas son ciudadanos alemanes. “Los últimos siete u ocho años la situación inmobiliaria de Berlín ha empeorado drásticamente”, añade Venske. Los caseros son cada vez menos comprensivos porque saben que pueden conseguir rápidamente un inquilino dispuesto a pagar más.
Alva se sienta en un banco del parque mientras Mira escarba con los dedos en una caja de arena unos metros más allá. Me dice que no bebe ni se droga y que ha solicitado más de cien apartamentos, pero que solo le han concertado una visita en diez. A veces los caseros cuelgan directamente cuando oyen un acento extranjero. El viernes tiene otra visita: un piso de dos habitaciones y media en Charlottenburg, un distrito del oeste de Berlín. Alva dice que este le da buena espina.
Alva hizo bien en ser optimista: poco después de nuestro día juntas y con la ayuda de una amiga, su familia ha conseguido un apartamento permanente.
*Los nombres se han cambiado para proteger la identidad de Alva y su familia.
Christina Hertel https://ift.tt/2zZw7Jd
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