Pocos entes más estremecedores que aquellos que allanan nuestros intersticios y los convierten en su morada. Los tejidos sobre los que se edifica el sagrado templo personal irrumpidos por forasteros invertebrados —algunos de ellos acéfalos; varios más, unicelulares y amorfos; otros tantos, vermiformes y escurridizos— que violan la propiedad privada más irreductible: las entrañas, y tornan la magra carne que nos pertenece en terreno próspero para la grata existencia parasitaria.
Nuestro santuario corporal, ese predio orgánico que nos gusta considerar como infranqueable, usurpado; el límite del individuo, pervertido; la constitución personal forzada a prestar servicios hospitalarios y compartir la mesa con aquel inquilino anatómico que arribó sin anunciarse. Los órganos profanados en busca de cobijo, el torrente sanguíneo embargado para la movilización del visitante, el vientre reconfigurado para prestar bonanza alimenticia al morador indeseado y llegado el momento fungir como entorno fértil para la procreación del huésped. Nido cálido en el que se engendrarán los huevecillos que darán lugar a una nueva generación de polizontes; más parásitos que, a su vez, asaltaran otros cuerpos y doblegarán, según sea el caso, tripas, intestino, músculo, cerebro o corazón.
Pero volviendo a lo que nos atañe, expongamos de una buena vez lo verdaderamente milagroso de estas criaturas: su prodigiosa autofecundación. Y es que, como mencionamos, se trata de gusanos planos y segmentados, es decir que su cuerpo está conformado por cientos de segmentos, llamados proglótides, que son hermafroditas y que cuentan con la sorprendente facultad de fecundarse unos a otros: encarnando así a una especie de madre-padre casi mitológico que da vida a cientos de miles de vástagos.
Como si fuera un tren que se compone por múltiples vagones independientes entre sí pero que integran una sola unidad, cada una de estas proglótides contiene un aparato reproductor hermafrodita completo (con poros genitales irregularmente alternados sobre su superficie tegumentosa) pero comparten un sistema nervioso común con el resto; dependiendo de la especie, este cuerpo-tren puede llegar a contar hasta ¡mil segmentos por individuo! Que se organizan de la siguiente manera: las proglótides más cercanas al escólex son las más jóvenes e inmaduras (pues a partir de la porción cefálica es que el organismo va creciendo); las maduras, que pueden reproducirse entre sí, se localizan hacia la parte central del cuerpo; mientras que las terminales son las grávida y suelen estar repletas por millares de huevecillos. Estas proglótides grávidas de la parte posterior son las que se van desprendiendo del resto de la solitaria y que, al ser evacuadas junto con las heces del hospedero, funcionan como la fuente de propagación.
Si hiciera falta elevar este poder supremo de procreación al siguiente nivel, considérese que el proglótido promedio es capaz de producir decenas de miles de huevos y que cada tenia se compone por cientos de tales segmentos. Factor que, aunado al hecho que durante cientos de miles de años las solitarias han perfeccionado su estrategia de invasión sigilosa, dan una idea del tremendo problema que tenemos entre manos, o mejor dicho entre tripas, ya que la teniasis suele ser asintomática. Muchas veces la persona infestada tarda años en percatarse de la gran lombriz que habita en sus adentros, lo cual al menos desde el punto de vista del parásito tiene todo el sentido, pues mientras más tiempo pueda pasar invertido —procreando plácidamente dentro de las entrañas ajenas— mayor será su legado genealógico.
Así que el polizonte anatómico se esmera por mantener a su hospedero contento, sin inflamaciones ni mayores afecciones gástricas más que la perdida de peso, fenómeno que en general es bien recibido por el incauto, e incluso en casos extremos es buscado con alevosía y ventaja: la infame dieta de la solitaria, que se dice es socorrida por ciertas modelos que ingieren una lombriz por voluntad propia para mantener la línea. El punto es que, entre tanto, nuestra querida protagonista se multiplica gozando del glorioso sexo consigo misma mientras que el resto de criaturas tenemos que abocarnos a la búsqueda incansable de pareja.
Andrés Cota es biólogo y escritor, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte 2018-2021
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